septiembre 11, 2009

DE 2001 AL 2009

Hace casi ocho años la sociedad argentina vivió en carne propia un colapso de su economía y de su organización política, en aquella crisis a fines de 2001 cambiaron muchos actores, se crearon y sucumbieron organizaciones y partidos, y se renovaron varios temas de discusión. Sin embargo, en cuestiones fundamentales de su cultura pública, el país sigue detenido en ese año, sin poder salir de aquellas ruinas. El transcurso del tiempo entonces, en su mera interpretación cronológica, puede resultar, a veces, engañoso. Una de las instituciones que se desmoronaron, y que la Argentina no ha sabido restaurar, es la del derecho de propiedad. Por el contrario, se han vuelto cada vez más frecuentes las agresiones a ese principio fundamental. En el origen de este ciclo turbulento están la incautación de los depósitos bancarios, el incumplimiento de los contratos y el default de la deuda pública. Son anomalías que aparecen en todos los debates que dominan, hoy, la escena pública. Por el mundo sigue circulando una masa de títulos argentinos impagos, que son los que quedaron fuera del canje que realizó el Estado en 2005, cuando entregó otros bonos a cambio de aquéllos. Pero algunos de estos nuevos también fueron sometidos a un default, no tan estridente, ya que fue dando mes tras mes, a partir de que se decidió adulterar las estadísticas del Indec para pagar menos a los poseedores de papeles ajustables por la inflación.

El ahogo del gobierno kirchnerista a grupos empresarios concesionarios de servicios públicos, mediante el congelamiento de las tarifas para obligarlos a abandonar sus negocios en la Argentina, que en la mayoría de los casos pasaron a amigos del poder político o al propio Estado, constituyó otro grave ataque al derecho de propiedad. En los últimos años el poder regulatorio del Estado para garantizar la libre competencia ha sido utilizado también para agredir el derecho de propiedad, y con la excusa de evitar supuestos monopolios, se ha forzado la venta de participaciones accionarias a empresarios seleccionados de antemano por el Gobierno. La prohibición de exportar, otra degradación del derecho de propiedad impide el acceso a mercados a quienes viven de ese comercio y, también, deprecia uno de sus activos principales, la tierra o las máquinas valen menos si se prohíbe la venta de lo que se produce con ellas. El derecho de propiedad ha perdido tanto valor en la Argentina que, siete años después del citado colapso histórico, el Gobierno incautó los ahorros jubilatorios. Es la confiscación más cruel, la que se adueña del futuro, se podrá discutir si los fondos estatizados eran o no parte del patrimonio de quienes los habían confiado a las administradoras privadas. Pero el Estado tampoco devuelve el dinero a aquellos que utilizaban el sistema para realizar ahorros voluntarios. La movilidad de las jubilaciones ha sido, entre 2001 y 2009, dejada de lado pese a los reiterados fallos de la Corte Suprema de Justicia.

El relajamiento del principio de propiedad es tal que la opinión pública se pregunta, casi indiferente, de quién será el patrimonio que el Estado incautará esta vez. ¿Será el petróleo y el gas? ¿Meterá la mano, en cambio, en la liquidez excedente de los bancos y hasta en las cajas de seguridad? ¿O se acordará de los activos que acumulan las compañías de seguros para respaldar sus compromisos? Adivinar la próxima expropiación se ha convertido en un triste deporte, pero la falta de inhibición frente a lo que le pertenece a otro tiene consecuencias gravísimas. En un país donde el patrimonio privado puede ser expropiado de un momento a otro, los actores económicos tratan de garantizarse la rentabilidad de sus bienes por adelantado. Un régimen tan excéntrico deriva en un deterioro gravísimo de la calidad de vida de la población. No es la única consecuencia de esta falta de respeto por la propiedad que ha ganado espacio en el país. Existe un hilo bastante visible que enlaza estas condiciones generales de la economía con las agresiones cotidianas que sufre la propiedad individual a manos de la delincuencia común. Es inútil esperar una protección demasiado efectiva en este plano, de un Estado que se ha vuelto carterista. En un contexto como el descripto, toda mediación fenece, todo procedimiento parece superfluo y la argumentación es sustituida por la mentira. Y así en una desigual guerra el derecho de propiedad pasa a ser solo letra muerta.

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